Como muchos otros jóvenes de mi generación, decidí estudiar una carrera del área social. Con el objetivo de conocer las causas del conflicto armado colombiano, y también, diseñar o planificar estrategias para solucionarlo. Un país enfrentado, con lideres políticos y sociales asesinados y un sin fin de problemas sociales entre los que se encuentra la pobreza, desigualdad, desempleo y falta de educación, hizo que muchos de nosotros nos interesáramos por carreras asociadas al desempleo, al ocio. Y fue así como muchos ingresamos a Sociología, Antropología, Ciencia política, derecho, trabajo y comunicación social o filosofía, entre otras.
De la misma manera no fue fácil estudiar: El neoliberalismo de los noventa redujo los cupos en universidades públicas, puso precio a su conocimiento y prácticamente aniquilo sus antiguos beneficios o características históricas, residencia, alimentación, transporte. Al mismo tiempo, el Estado dejo de financiar instituciones de educación superior privadas y quienes no pasamos el proceso de selección intelectual (primera forma de división generacional), debimos recurrir a un sin fin de formas de financiación -prestamos al Icetex, por ejemplo- y endeudarnos para comenzar esta liberal carrera en una universidad privada; siempre poniendo como respaldo el bien material más importante alcanzado por la generación anterior, inflado en su valor real por el UPAC, la vivienda. Otros, a punta de esfuerzo o preuniversitarios logramos ingresar más adelante en la universidad pública, un poco más equitativa en su forma de cobrar.
La mayoría de nuestros padres son emigrantes del campo, palabra genérica para designar el área rural diferente a la capital. Mi padre, por ejemplo, es un ingeniero civil boyacense que termino sus estudios secundarios y se traslado a Bogotá junto a su padre (un educador conservador) su madre (una jocosa, pero desconocida por mi, defensora del antiguo partido liberal) y un hermano, para poder estudiar una carrera en la Universidad Nacional de Colombia. Mi madre, una bella joven opita que debió interrumpir sus estudios superiores luego de la sorpresiva muerte de su padre (uno de los primeros pilotos comerciales del país) y regresar a Neiva para ayudar económicamente al resto de sus hermanos. En conclusión, como muchos otros de nuestros padres, los dos eran extraños en una ciudad caracterizada por recibir oleadas de migración, especialmente, personas provenientes de departamentos centrales cercanos.
En ese contexto no solo se encontraron mis padres. También se pudieron conocer jóvenes de otras regiones del país que dieron su sangre por un país descentralizado y pluralista. Y aunque otras personas de mi generación me digan guerrillero terrorista, considero que esa constitución fue posible gracias a esos grupos al margen de la ley, que en medio de un contexto diferente, se alzaron en armas para defender sus ideas. Una clase media qué como una forma de acción política, o tal vez por la falta de mecanismos reales, decidió alistarse o crear un movimiento guerrillero.
Independiente del nivel de adscripción o militancia, mis padres al igual que esos jóvenes, pusieron toda su esperanza en una salida política al conflicto. La generación de nuestros padres, quería que sus hijos no vivieran otra época de violencia como la que ellos sufrieron. Esa Violencia que mató por el color de la corbata y la supuesta filiación partidaria. Ese momento de la historia en donde el Estado permitió que las fuerzas armadas se unieran a la iglesia con el objetivo de aniquilar físicamente a los compatriotas que tenían ideas diferentes, por ejemplo, educación gratuita y laica.
Pero antes de las elecciones de 1990, esa generación la conoció: Mato al primero. Acribillo al segundo y como si fuera poco, cuándo la esperanza continuaba y las masas soñaban con el mínimo cambio, el más central, caía asesinado el tercero. Con tres líderes políticos asesinados, mis padres al igual que muchas otras madres, conocieron la Mano Negra Colombiana de la misma forma que la habían conocido los seguidores de Jorge Eliécer Gaitan Maecha.
Por eso, cuando el presidente Santos la menciona -como si fuera nueva, recién llegada, una nueva invitada al conflicto interno- nosotros, nuestros padres, madres y abuelas sabemos de quien están hablando. No solo el relato oral familiar, los recuerdos y la misma formación académica, hace menos desconocida para nuestra generación ese ente oscuro, ese cómodo eufemismo.
Sin embargo, ese no es el problema. Su mención ha obligado a la derecha a mostrarse y marcar un distanciamiento ideológico. Para no ser confundidos, un grupo de jóvenes adscritos a partidos conservadores con ideas radicales, piden por favor, no ser satanizados. Como si alguna vez hubieran concedido el derecho de replica o la no estigmatización a sus adversarios. Y aunque por su formación básica, secundaria y superior confundan religión con ciencia, o hablen de aumentar las penas por consumo y tráfico de estupefacientes cuando el mundo entero desde la ONU piensa en educación o legalización, ese no es eje principal del debate.
La pregunta dentro de ese moderno juego político colombiano de derechas e izquierdas, es saber si la otra (la mocha, la de palo) se puede mostrar, se puede hacer fácilmente visible y debatir en el plano de la ideas con la diestra. De jugar en el escenario político, desigual por demás, el apoyo de la gente. Con ideas, con retórica, pero ante todo sin balas. Que la nueva derecha combata, muestre su indignación, pero sobre todo permita a la justicia encontrar los culpables cuando caiga asesinado un líder campesino o indígena, pues, según muestra su distanciamiento con la mano negra, la vía armada es algo que los distingue.
Independiente de sus ideas, las cuales no comparto, pues considero que una persona no pierde sus derechos por tener una orientación sexual diversa, me pregunto si esta nueva derecha es diferente a la antigua y nerviosa que soluciona el conflicto social con balas y manda fusilar cualquier persona que tome o levante su voz en forma de protesta: Jaime Garzón, Eduardo Umaña Mendoza, Darío Betancourt Echeverri, Jesús Antonio Bejarano, y miles de periodistas e investigadores sociales, son muestras muy palpables de su proceder. La duda es saber si esta nueva derecha, que también pasó por la universidad buscando respuestas a los interrogantes sociales, accedió a novedosas formas de acción política que no incluyan el asesinato o la vía armada.
Está precisamente, en manos de la nueva derecha, separarse de la acción de la mano negra como herramienta política. Una herramienta que aburre el juego político, por que silencia al contrincante, y negativa, porque aumenta y profundiza las causas del conflicto social. En una escenario injusto de por si. Un país rico donde unos no quieren compartir y otros hemos encontrado las formas y medios para mostrar nuestra visión, lo importante es saber si la nueva derecha permite jugar por el espacio político sin usar las balas, antes o cuando exista la posibilidad real de acceder al poder.
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